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Más allá de las apariencias

Conviviendo con las voces en mi cabeza

El día en que Eleanor Longden salió de su casa para tomar el camino que la llevaría a la universidad, el cielo estaba perfecto, el verano todavía brillaba en sus matices y la chica soltó un suspiro de felicidad. Era el primer día del resto de su vida, lleno de desafíos y batallas por ganar. Hermosa y carismática como era, no le costó adaptarse a la vida académica. Era una excelente alumna, brillante, y todos tenían puestas las más altas expectativas en ella. 

Las apariencias son así. Todo marcha perfecto, como siempre, porque nadie sabe internamente de uno.

Nadie podía ni siquiera imaginar los miedos que Eleanor sentía, el vacío que la invadía y la ansiedad ante ese futuro que se veía totalmente posible y, a la vez, tan desafiante que la dejaba perdida. La única manera de manejar esos temores —que tenía desde niña— fue aprender a esconderlos con destreza; enterrarlos en lo más profundo de sus inseguridades para que nadie los viera. Se convenció de que esta súper seguridad que se había inventado para sí misma era real. Tan real que todos la admiraban y ella lo creía.

Por eso le extrañó tanto la primera vez que, saliendo de una charla, escuchó una voz que le decía: “Ella está saliendo de la charla”. Detuvo sus pasos, miró a su alrededor y no vio a nadie. Se puso nerviosa porque la voz había sonado fuerte y clara, y apresuró sus pasos para llegar a casa. Puso las llaves en la cerradura, las manos le temblaban. Por fin pudo abrir la puerta.

“Ella está abriendo la puerta”, sonó entonces la voz de nuevo y Eleanor dio un respingo, desesperada. De nuevo, nadie estaba cerca suyo. Le dio miedo, se miró al espejo y todo se veía normal, pero ella ya no era la misma. Desde aquel día, esa voz se instaló en su vida para narrarle todo lo que hacía, pero en tercera persona. “Ella va a tomar un examen”, “ella está estudiando en la biblioteca”. La voz era neutral y parecía transmitir las cosas que la propia Eleanor no expresaba; si de pronto se sentía enojada, aunque exteriormente lo disimulara, la voz en su cabeza sonaba frustrada. Nunca era aterradora, era como un reflejo de lo que ella no podía demostrar. 

También era una chica inteligente y sabía que escuchar voces no estaba en un parámetro de normalidad. Convivía con su secreto, completamente aterrada de lo que su familia o sus amigos pudieran llegar a pensar. Un día no aguantó y se lo contó a una de sus mejores amigas. Desde el minuto en que compartió lo que le pasaba, la voz inmediatamente empezó a sonar más amenazante.

La amiga la urgió para que fuera al médico de la universidad. Eleanor le hizo caso, y al acudir a la cita empezó contándole de su ansiedad, de los miedos del futuro; pero nada despertaba la curiosidad del doctor, hasta que soltó las palabras mágicas: “oigo voces en mi cabeza”. El doctor la miró como si la viera por primera vez, y ahí empezaron las verdaderas preguntas. A medida que le contaba al médico sus síntomas, la voz le advirtió con ironía: “ella está cavando su propia tumba”.

Y en cierta manera, la voz no estaba equivocada. Desde el día en que fue referida a un psiquiatra, todo el mundo empezó a observarla a través de la lupa de la locura. La miraban distinta, desconfiaban de absolutamente todo lo que decía. En una cita con el médico, ella dijo que tenía que marcharse porque tenía que dar el boletín de noticias (Eleanor formaba parte del canal universitario de la escuela, no mentía), pero en su hoja clínica quedó estampado para siempre: la paciente tiene delirios de ser periodista.

Pronto llegaron las internaciones y un diagnóstico de esquizofrenia que le intoxicó en lo más profundo de su alma. ¿Y ahora qué?

Pronto llegaron las internaciones y un diagnóstico de esquizofrenia que le intoxicó en lo más profundo de su alma. ¿Y ahora qué?  ¿Qué iba a ser de su vida? Desde el diagnóstico, el pánico y la resistencia que sentía cada vez que oía la voz empezaron a convertir su vida en un infierno. Eleanor se volvió agresiva contra su propia mente y, en vez de mejorar, eso hizo que el número de voces aumentara.

Eleanor empezó entonces a escuchar ya no una  sola voz, sino varias, las que se tornaban cada vez más hostiles. Se reían, se burlaban, conspiraban y la aterraban. En medio de aquella confusión empezó a aislarse del mundo y llegó a convivir solo con sus voces, que a la vez la perseguían y, de algún modo, también la acompañaban. A los dos años de aquella primera voz, su deterioro era visible y el problema ya no eran las voces solamente, sino que tenía visiones grotescas y delirios incontenibles.

Aquel estado la expuso no solo a su propia desesperación, sino también a la discriminación, al abuso verbal, físico y sexual. No pudo seguir en la universidad. La habían diagnosticado, medicado y desechado fuera del sistema al ver que las drogas no solucionaban del todo su problema. En sus puntos bajos, llegó a pasar noches en vigilia frente al cuarto de sus padres porque las voces amenazaban con hacerles daño. Intentó sacarse la vida varias veces; trató de taladrarse la cabeza para ver si las voces malas desaparecían, pero ahí estaban.

Eleanor recuerda perfectamente a aquellos seres de luz que, en ese tiempo, se solidarizaron con ella en medio de la noche oscura: los que no perdieron la esperanza, sus compañeros que también oían voces, sus camaradas y colaboradores; su madre, que nunca se rindió; y el médico que supo dar aliento a su familia, inmóvil y atormentada por la tragedia.

“Por favor, no se rindan. Eleanor va a salir de este infierno. A veces sigue nevando en primavera, pero siempre, siempre, llega el verano”, decía el médico. Y no se equivocaba.

Eleanor pudo entender que más allá de callar o luchar contra las voces, tendría que aprender a vivir con ellas.

El verano llegó un día a meter luz en su vida, de a poco. Entre el apoyo de los que creyeron en ella y la voluntad férrea que encontró en sí misma, Eleanor pudo entender que más allá de callar o luchar contra las voces, tendría que aprender a vivir con ellas y entenderlas como una respuesta significativa a eventos que había vivido en su infancia, a sus traumas y a sus miedos. Comprendió que esas voces no eran enemigas suyas, sino parte de ella misma.

Al principio le costó creerlo, y no solo porque las voces eran muy hostiles —necesitaba entender que tenía que descifrar el sentido metafórico de lo que estaban diciendo—. Si las voces amenazaban destrozar su hogar, en realidad eran sus propios miedos más que un peligro real y objetivo. Cada voz era una emoción totalmente abrumadora que nunca había podido salir a la superficie: recuerdos de un trauma sexual, de abuso, de ira, de vergüenza o culpabilidad. Las voces habían tomado el lugar de ese dolor y le habían dado palabras.

Las voces más agresivas y hostiles eran las partes de ella que habían sido más lastimadas. Por eso mismo, Eleanor trataba de dirigirse a ellas con más compasión y cuidado. Con esta estrategia, fue saliendo de sus medicamentos y volvió a la universidad. Diez años después de la primera voz en su cabeza, pudo graduarse con el grado más alto de la carrera de Psicología y con los puntajes más elevados en sus maestrías. Desde entonces, trabaja con toda la pasión que hay en ella para ayudar a otros que están sufriendo el mismo calvario, dando esperanza a ellos y a sus familias, tratando de cambiar el paradigma de un mundo que juzga y maltrata a la enfermedad mental y la convierte en estigma.

Eleanor nunca dejó de oír las voces, pero aprendió a aceptarlas, respetarlas y convivir con ellas con paz y respeto. A partir de ese lugar pudo reconstruir algo de compasión y respeto también hacia ella misma.  Hoy forma parte de del Movimiento Internacional de Oyentes de Voces, que reúne a personas como ella que comparten sus experiencias, no como un síntoma aberrante de la esquizofrenia, sino como una experiencia compleja.

En los últimos 20 años, el Movimiento Internacional de Oyentes de Voces ha establecido redes en 26 países en los cinco continentes. Trabajan juntos para promover la dignidad, solidaridad y el empoderamiento de las personas con enfermedad mental, para crear un nuevo lenguaje de amor. Uno que abraza y contiene; que empatiza y no denigra.

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