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La pandemia de las ideas infecciosas

En busca de una profilaxis antifatalista

De la conducta de cada uno depende el destino de todos.

Carlo Magno

El mundo, tal como lo conocemos, ha llegado a su fin (¡simbólicamente hablando, claro!). No olvidemos que esta esfera celeste ya sobrevivió al asteroide que extinguió a los dinosaurios, a la peste negra y a Hitler. ¿Quién lo diría?

Bueno, en realidad ya lo habían dicho Los Simpsons y, antes, Nostradamus. Desacreditamos estas fuentes cuestionables por más increíble, profética y precisa que puede llegar a ser la ficción, lo dijo también el magnate, empresario, informático y filántropo estadounidense Bill Gates: “No habrá misiles, sino microbios”.

En un discurso de ocho minutos de duración, en el año 2015, Gates explicaba que la siguiente gran amenaza para la humanidad no sería una guerra, sino una pandemia: “Puede que exista un virus con el que las personas se sientan lo suficientemente bien mientras están infectadas para subirse a un avión o ir al supermercado, y eso haría que se extienda por todo el mundo de manera muy rápida”. Pero, ¿por qué no se tomaron en serio las advertencias? Y en cambio, ¿por qué las ideas fatalistas tienen una capacidad de viralización y colonización capaces de infectarnos con miedo, pánico, fobias, paranoias y demás pensamientos neuróticos? Es momento de escuchar lo que nos quieren decir estos mensajes y acatar con humildad las imposiciones: parar, quedarse, callar y esperar.

Los occidentales tenemos la convicción de que haciendo todo para cambiar una situación, la vamos a torcer a nuestro antojo. Las medidas extremas de aislamiento y cuarentena que se tenían que hacer, ya se hicieron a tiempo y con determinación en Paraguay. Ahora es un tiempo de wu wei, o arte de la no acción, que proviene de la cultura en la que se inició la pandemia, pero que superó a tiempo el coronavirus. Esta filosofía recomienda actuar en el mundo sin forzarlo, comprendiendo el fluir de las leyes naturales, sin tratar de modificar lo que está sucediendo.

Sabemos, por experiencia, que algunas ideologías como la discriminación, patologías psíquicas como la megalomanía y la corrupción son mucho más letales que cualquier SARS o COVID-19.

El beneficio oculto en las dificultades

Atravesar una crisis como esta no solamente nos reta a encontrar la forma de sobrevivir ante un virus superexpansivo y potencialmente letal, sino también nos ofrece la oportunidad única de registrar y replantear nuestra forma de pensar y modificar de raíz las prioridades y estilos de vida, flexibilizando la capacidad de adaptación, para lograr inmunizarnos de otros virus, los ideológicos, que se evidenciaron como endémicos en el corazón de la gente cuando se vieron amenazadas. 

Sabemos, por experiencia, que algunas ideologías como la discriminación, patologías psíquicas como la megalomanía y la corrupción son mucho más letales que cualquier SARS o COVID-19. Hace demasiado tiempo estamos infectados por estas patologías éticas y morales y, por ende, vivimos anestesiados. Lastimosamente, solo en un estado de profunda vulnerabilidad sobre la integridad de nuestra vida podemos analizar y visibilizar estos hechos. Falta invertir mucho tiempo y ambición por evolucionar espiritual y psíquicamente, y quizá solo desconectados obligatoriamente del mundo tal como lo conocíamos, lo vamos a lograr.

Es la oportunidad de desintoxicados de todo lo prescindible y del circo consumista en el que vivíamos; es el momento de apoyar la producción del país para sacarlo adelante entre todos, con solidaridad, cooperación y patriotismo, con un corazón justo, capaz de tolerar, amparar, sacrificarse, dar, escuchar y tomar responsabilidad por la vida de los demás. Si no empezamos a pensar y actuar bien ahora, en semejante contexto, quizá hasta tenga sentido una pandemia; lástima que, como en muchos casos, pagan más los inocentes que los pecadores.

El antídoto más importante, la solidaridad

El coronavirus activó consigo virus ideológicos latentes que tratábamos tímidamente de disimular hasta hace poco más de la Segunda Guerra Mundial. Desde el racismo, la discriminación, la otredad (“el otro tiene la culpa”), la intolerancia, la venganza, las noticias alarmistas, anarquía y egoísmo, antivalores que brotaron como por generación espontánea y con mucha furia, hasta en los lugares en donde los considerábamos extintos por ostentar niveles altos de cultura y educación. Pero todos tenemos el antídoto.

En el genoma emocional, todos tenemos los anticuerpos morales y emocionales que mucha gente puso en marcha, demostrando que, en situaciones como estas, podemos activarlos si nuestro sistema inmunológico emocional tiene carga positiva para recibir y darlo todo, siendo proactivo, resiliente, vencedor y sanador.

Fuimos obligados a pensar y lo primero que aprendimos fue nuestra fragilidad y, por ende, nuestra interdependencia.

La percepción de unidad sin fronteras

Muchos nos hemos reconocido en este tiempo de cuarentena, ante un cambio radical en la rutina, el tiempo y el ocio. Fuimos obligados a pensar y lo primero que aprendimos fue nuestra fragilidad y, por ende, nuestra interdependencia. Lo segundo es un extraordinario e inesperado sentido de solidaridad entre las personas y los pueblos, que se manifiesta en la ayuda proveniente de China; en los cantos y en las manifestaciones de afecto y gratitud en los balcones europeos hacia los médicos y enfermeras; en la percepción de que somos un solo pueblo en la tierra y que, ante un enemigo particular global, somos todos iguales, sin distinción alguna.

Quizá de esta tragedia pueda nacer, finalmente, una conciencia general respecto de nuestro común destino que, por ello mismo, requiere también de un sistema común de garantías de nuestros derechos y de nuestra pacífica y solidaria coexistencia.

En tercer lugar, hemos comprendido que muchos somos capaces de ser fuente de calma para la familia. Alejados, aislados y en soledad, con problemas económicos, podemos utilizar la tecnología como abrazo virtual para tramitar los días con la fuerza que da una llamada, una anécdota de los nietos o un mensaje de esperanza.

Muchos cedieron sus lugares en este mundo para que otros puedan sobrevivir, actuando como verdaderos mártires, a quienes les debemos el eterno respeto y agradecimiento, el aplauso y valor que se merecen; los médicos y enfermeros que estuvieron al pie del cañón, haciendo honor a su vocación y juramento; así como a los políticos, militares y científicos, sectores criticados u olvidados de la sociedad, que otrora enaltecía solamente ídolos superfluos como personajes con alta divulgación y notoriedad pero poco contenido de calidad humana. Todo esto nos enseña que el ser humano tiene el antídoto para erradicar de la faz de la Tierra las ideas infecciosas, inmaduras y ridículas que hasta hoy circulaban virulentas por todas partes sin control, infectando y matando la mente y el corazón de personas de cualquier edad y cultura como verdadero virus pandémico.

La crisis según Albert Einstein

Sobre las crisis, Albert Einstein dijo: “No pretendamos que las cosas cambien si siempre hacemos lo mismo. La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos. La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar ‘superado’”.

Para Einstein, la verdadera crisis es la de la incompetencia. El inconveniente de las personas y los países es la pereza para encontrar las salidas y soluciones. Sin crisis no hay desafíos, dijo el científico, y sin desafíos, la vida es una lenta agonía. Tampoco hay méritos. Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno. Hablar de ella es promoverla y callar durante estos tiempos, es exaltar el conformismo. En vez de esto, Einstein quería que trabajemos duro y acabemos de una vez con la única crisis amenazadora.

Quizá, a partir de ahora, podamos reinventarnos en una sociedad global que por fin entendió, con dolor, miedo y sufrimiento, que nadie se salva solo, que las fronteras no existen, que la salud (no solo física sino psíquica) es un derecho universal, que los dioses que enaltecíamos (dinero, fútbol, imagen, entretenimiento, turismo) pueden esperar, que la vida es frágil y maravillosa y realmente no necesitamos nada para ser felices, más que la salud y la familia, y que es un deber colectivo protegerla. Intentemos no caer en un cliché burgués de cómo mantenernos activos y cuerdos en todo este momento, sobrecargándonos de estímulos y rutinas vacías, y más bien profundicemos en generar pensamientos reflexivos, que nos ayuden a cuestionarnos sobre nosotros mismos, sobre el sentido de la vida y a donde ambicionamos llegar espiritualmente.

Y si después de todo esto tenemos el privilegio de aspirar a ser mejores personas en el nuevo mundo que se está gestando, ha valido la pena.

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