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La comunicación

Antídoto contra las peleas

El karma no es sinónimo de venganza. El karma es el equilibrio cósmico, la ley de causa y efecto. Todo lo que va, vuelve. El karma es sinónimo de justicia

Anónimo

En un artículo de una revista uruguaya de psicoanálisis titulado La venganza, ¿un plato que se sirve frío?, de José Assandri, dice: “En cada cultura, en distintos tiempos, nombrar algo es una forma de iluminarlo, de abrir a la posibilidad de analizarlo. Pero, al nombrar, también se ponen en juego modos de entender el mundo y los seres”. En pleno siglo XXI nadie puede concebir que luego de una pandemia tan sufrida, asistamos a una guerra entre dos países “civilizados”, y queda claro que la diplomacia falló en todas sus formas entre personas entendidas, preparadas y no analfabetas. Pensar que por el solo hecho de no llegar a un acuerdo verbal dos países deban utilizar las armas para ganar una pelea es abominable, pero lo que nos quiere decir esto es que el odio y la venganza tienen un origen emocional, visceral, más que racional. Esto al analizar una guerra, pero desde un punto de vista individual, también solemos entrar en espirales neuróticas al apostar por riñas y discusiones, antes que conversar y llegar a acuerdos con los menores restos sintomáticos posibles.

Conscientemente asumimos que nadie quiere pelear. Enemistarnos, enfurecernos, estar enojados, rabiosos y tristes nos hace sentir muy mal (a menos que tengamos algún patrón sadomasoquista que nos impulse a buscar conflictos y discusiones todo el tiempo), pero nadie quiere tener enemigos, sino una vida básicamente tranquila. Aunque esto no es más que es un ideal, una utopía, ya que las diferencias son más comunes que la tranquilidad en un mundo tan exigente y lleno de interrelaciones afectivas que detonan, a cualquier efecto, conflictos o malinterpretaciones, sumados a la crisis espiritual por la que atravesamos los seres hípermodernos con el denominado mal de siglo, en el cual la automatización del hombre, su enajenación de sí mismo, de sus hermanos y de la naturaleza, lo llevaron a la irracionalidad total; separó pensamiento de sentimiento y llegó a un estado de incapacidad esquizoide de experimentar la misericordia, el afecto y la solidaridad con el otro, para enfrentarlo todo el tiempo de modo a tener más a costa de otros y, por lo tanto, desarrolla síntomas depresivos, agresivos, de enfrentamiento continuo, paranoide y desesperanzado.

Idealizar la paz en ese contexto es utopía, y buscar un mundo tranquilo muchas veces nos obliga a ajustar los bozales y guardar los drones para no crear más problemas. Pero en realidad, en ese lugar pasivo perdemos la posibilidad de analizar y valorar la importancia de saber enfrentar las dificultades, de luchar por nuestros ideales y enviar un mensaje totalmente distinto a nuestros hijos de acuerdo con el lugar y la forma en la que lidiamos con los problemas: huimos, resolvemos o afrontamos.

Entonces es importante que, si pasamos por una situación problemática, podamos definir todos aquellos elementos que la conforman y hacernos preguntas: ¿Tenemos las herramientas necesarias para defendernos? ¿Nuestra intención es válida, ética, humana? ¿Queremos sacar un provecho a costa de alguien? ¿El deseo de ganar una pelea tiene una base de venganza o resarcimiento? ¿Sabemos cuáles son las batallas que debemos pelear y no gastar nuestras energías en causas ya perdidas?

Muchas veces, en la vida tenemos la sensación de no haber manejado un problema tan bien como lo imaginamos; y nos sentimos incómodos, insatisfechos y frustrados. A pesar de que hay interacciones con personas que sabemos no entienden lo que queremos decir y no permiten un mayor análisis, introspección o importancia, es necesario aprender a evaluar los sentimientos, pensamientos y aquellos comportamientos con los que hemos reaccionado en situaciones específicas (más aún si se han convertido en un patrón de conducta que repetimos compulsivamente, como por ejemplo, las peleas con familiares de parejas o con amigos), con el objeto de identificar cuál es el motivo por el cual nos estamos anulando o bloqueando, para dar aquellas respuestas que realmente queremos dar y no huir “humillados”, en silencio. Eso nos permitirá clarificar emociones, pensamientos y las palabras que necesitamos decir a pesar, incluso, de estar en un momento en el cual las emociones nos causan ansiedad.

Por ejemplo, tenemos una discusión o algún problema con una persona a quien necesitamos decir algo para aclarar una situación. Podemos pensar, ¿qué mensaje deseo transmitirle? ¿Es apropiado o conveniente que diga todo lo que pienso de él/ella? ¿Qué términos debo utilizar para expresar (sin emociones) aquello que quiero decir? ¿Cuáles son las palabras y los actos que necesito utilizar para llegar a mi objetivo, sin toparme con una respuesta reactiva, reaccionaria? Y, por supuesto, ¿cuál es ese objetivo?

El autocuestionamiento nos ayuda a comprender y reevaluar mucho mejor aquello que pensamos y sentimos sobre una situación, y nos permite lograr un control de lo que hacemos al reducir nuestra ansiedad, para pensar claramente. En parte, esta forma de sobrellevar los problemas ya nos vuelve campeones, porque no caemos presos de las emociones. Lo primero que solemos hacer es imaginar la situación más catastrófica y ponernos a la defensiva. Pensamos que nos negarán aquello que pedimos o que queremos explicar y que no vamos a poder controlar los hechos.

Pero si antes de enfrentarnos a una situación pensamos racionalmente (no con las emociones a flor de piel), podemos instalarnos en un lugar de seguridad, de paz, sabiendo que no solo somos perfectamente capaces de manejar cualquier enojo o discusión (si es que aparecen), sino que, si nos liberamos de las emociones y deseos de resarcir la propia dignidad (desapego del ego), vamos a influenciar con nuestra actitud el contenido y tono de la conversación porque controlaremos nuestros pensamientos y, por ende, las reacciones que estos ejerzan sobre los demás.

Pero el secreto para que esto funcione se centra en la intención de aquello que queremos pedir o modificar a nuestro favor, y aquí podemos inclusive acudir a un pensamiento un poco “místico” para explicarlo. La intención que deseamos defender debe ser justa para un resultado positivo a corto y largo plazo. Pensemos en la ley más básica de todas, la ley de causa y efecto, el karma. Según estos pensamientos milenarios, y si los asociamos con la psicología, donde la culpa siempre también debe resarcirse con algún tipo de castigo (consciente o inconsciente), tenemos que pensar si tenemos derecho a pelear por algo, no solamente propio —egocéntrico, egoísta— sino humano, universal, entonces vamos a tener mayor libertad y confianza en nosotros mismos (e incluso una ayuda “cósmica” o “inconsciente” para que todo el universo conspire a que salgan bien aquellas cosas que deseamos), porque la intención es positiva, pacífica, benevolente. Así vamos a exigir con autoridad moral lo que sea: más atención, amor, espacio, aumento de sueldo, puestos de trabajo, dinero, etcétera. Tendremos así un argumento justificado para nuestros pedidos y las peleas no se sostendrán, por mucho que el resto intente desbaratarnos.

Cuando somos capaces de controlar nuestras ideas, somos capaces de controlar nuestros miedos, que son los bloqueos por excelencia de las cosas que queremos lograr. La próxima vez que nos enfrentemos a situaciones límite, pensemos si vamos a dejar que nos dominen las emociones que nos apegan a los deseos de vengar nuestro ego, las tentaciones —de luchar por batallas perdidas, es decir, negativas o corruptas—; o si pensaremos racionalmente y nos ubicaremos en el lugar donde el desafío es más grande: confiar en nosotros mismos, en nuestro criterio, en la justicia y la democracia.

Así, lo más seguro es que aquellas situaciones que creíamos perdidas y olvidadas, no van a ser tan imposibles como creíamos, sino que van a brillar como precedente de nuestros actos y nos permitirán confiar en nuestro poder y fuerza espiritual para enfrentar aquellos demonios, propios y ajenos, que intentan callar la verdad y la justicia.

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