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Mujeres al poder

El síndrome de la abeja reina

“Quiero disfrutar mi éxito, no tener que disculparme por él”
MIRANDA, SEX AND THE CITY

El 2021 nos dejó con una despedida agridulce; nuestra hermosa reina de belleza, Nadia Ferreira, acarició la preciada corona de Miss Universo. La felicidad y la desilusión simultánea detonó una ola de críticas a la ganadora, como una catarsis comunitaria de injusticia y solidaridad con nuestra joven soberana. Si bien existen diferentes posturas sobre los certámenes de belleza —desde que “son obsoletos y fomentan un mandato social vinculado al control y manipulación del cuerpo femenino”, hasta que son “necesarios como tradición y ritual para celebrar la belleza”—, su atractivo sigue vigente, quizás porque su éxito se sostiene tanto por el alcance mediático y de marketing, como por el fenómeno competitivo que despierta ante el “nacionalismo geográfico” de pertenencia de los países que se ven representados por mujeres hermosas como símbolo de poder.

Sus inicios datan de mediados del siglo XIX en Estados Unidos, cuando un empresario llamado Phineas Taylor Barnum —cofundador del circo Ringling Brothers and Barnum & Bailey—, luego de su éxito al organizar concursos de bebés, perros, vacas, caballos y aves, tuvo la idea de hacer una competición de mujeres.

Pero no fue hasta 1921 que se realizó el primer certamen de belleza oficial: Miss América. No obstante, el fenómeno digno de analizar de la competencia, la envidia, las críticas y comparaciones entre mujeres es el de la identificación y proyección como principio de otredad, para distinguir nuestra propia postura subjetiva cuando alabamos o criticamos a los demás.

EL SÍNDROME DE LA ABEJA REINA Y LA SORORIDAD

El “síndrome de la abeja reina” o queen bee no es reconocido como tal, pero lo nombramos para analizar un fenómeno social que tiene un impacto negativo, en especial en el lugar de trabajo. Se define como “una situación en la que mujeres de alto rango, en puestos de autoridad, tratan a las que trabajan por debajo de ellas de manera más crítica y exigente que a sus colegas masculinos”. Esto también sucede en otros contextos competitivos, lo que derriba el mito que dice que supuestamente en esa situación debería operar la sororidad como ley primera. Este es un término acuñado especialmente en grupos feministas que significa “la solidaridad entre mujeres, especialmente ante situaciones de discriminación sexual y actitudes y comportamientos machistas”. Pero, ¿qué pasa cuando somos las mujeres quienes criticamos y no damos oportunidad a otras mujeres?

El problema realmente es el argumento por el que nos criticamos, porque la verdad es que pensar que siempre tenemos que “llevarnos bien con todas las mujeres” es tan sexista como el machismo; por tanto, reconocer un comportamiento enraizado en nosotras es lo que podrá destronar el machismo que todavía opera en muchas mujeres que siguen supeditadas a una cultura que da consistencia a toda una estructura que somete y exige seguir obedeciendo mandatos patriarcales que creemos rechazar.

Pensar que nosotras siempre tenemos que “llevarnos bien con todas las mujeres” es tan sexista como el machismo.

Toda vez que criticamos a una amiga, a una hermana, a una cuñada, a una nuera, a una suegra, a una colega, a una profesional, a una joven, a una vieja, a una que se hace cirugías, a una que no, a quien tiene canas o a la que se tiñe, a la que es madre, a la que no, a la que se casa, a la que se divorcia, a la soltera, a la interesada, a la banal, a la intelectual o a la luchadora, somos colaboradoras directas de un sistema patriarcal, lleno de mandatos moralistas y puritanos, que genera estas etiquetas porque necesita mantener el ideal de “mujer perfecta”, la que “puede con todo”, para alejarnos de nuestros deseos, competencias y capacidades, y de la libertad de opinión.

Por si fuera poco, cumplir con esos imperativos nos deja siempre insatisfechas, porque solamente interpelan al dolor y al sacrificio para sentirnos aceptadas y amadas, no solo por los hombres, sino por las propias mujeres. Identificar esto es importante porque lo que el psicoanálisis y el feminismo buscan alcanzar es la liberación de los paradigmas y prejuicios que alienan nuestra mente y criterio. Erradicar la culpa y los castigos contenidos en juicios de valor sobre otras desbloqueará el potencial de cada una, eliminará el miedo a errar, a probar, a renunciar y a ser libres.

La crítica entre mujeres debería basarse en propiciar una alianza femenina como pacto político y no como fijación de crítica superficial o moralista. Tendría que ser una alianza capaz de compartir las diferencias y complicidades de “ser humano” tal como lo hacen los hombres, gremio de profesionales en el arte de asociarse y separarse, de criticarse y abrazarse, de decir cosas sin que las emociones condicionen sus palabras o actos y así volver a empezar, redimidos.

LA PROYECCIÓN Y LA CRÍTICA COMO PUNTO CIEGO PERSONAL

El discurso binario apela a los opuestos: hombre-mujer, blanco-negro, bueno-malo, víctima-victimario; y este siempre es atractivo, porque nos permite enmarcar un “yo” (por lo general bueno) versus un “otro” (por lo general malo). Quizás por eso resulta reprensible para las mujeres cuando otra mujer se equivoca, cuando vemos que se corre del margen de esa “perfección” (que necesitamos sostener para sentirnos representadas). Ahí aparece la arpía que nos habita como defensa de pertenencia a un colectivo que demuestra con la marginación y las críticas que es capaz de “aleccionar” a las que no cumplen el ideal. Pero la crítica a las demás no es más que el punto ciego en nosotras mismas; cuando no aceptamos que somos imperfectas y también queremos renunciar al modelo de ideal femenino cada vez más exigente y angustiante.

El origen de este miedo quizás sea arcaico, y nos lleva a asociar a toda rebelión con la cacería de brujas. Siglos después, seguimos incinerándonos en hogueras, pero de críticas.

Así, muchas veces, sin analizar el impacto de nuestras palabras u opiniones, en redes o chismes sobre otras mujeres, quemamos a nuestras pares, sin entender que al mismo tiempo saboteamos la propia lucha por la igualdad y libertad de género que tanto anhelamos.

Cuando criticamos a otras mujeres, las silenciamos, con la cultura de la cancelación, fenómeno que elimina de la esfera pública a aquellas con “conductas inadmisibles”; entiéndase, muy subversivas, arriesgadas, que obligan a salir de la zona de confort a todo el colectivo femenino, que rompen la matrix para alzar la voz en pos de la libertad, que se alejan de obedecer a su condición biológica, que no creen en la “industrialización del deseo” que empuja a consumir moda o estética, viajes y vacaciones de forma compulsiva para demostrar una libertad aparente y encontrar un goce, pero que en realidad no les pertenece o, al contrario, no se permiten placeres por temor a caer en la banalidad. Tras todos estos sacrificios aparecen los síntomas: depresión, soledad, autoexigencias que derivan en trastornos alimenticios o adicciones, relaciones tóxicas, sometimiento.

FISCALIZACIÓN Y AUTOCONTROL DE NUESTRAS CRÍTICAS

Por tanto, la próxima vez que veamos a una congénere cometer un error, que la observemos hablar y expresar sus opiniones (aunque sea maullar), que se atreva a criticar cualquier ideal femenino, que se anime a burlarse de la moral opresora de tantos deseos de mujeres capaces y feroces en el trabajo o en la política, pensemos más de dos veces antes de señalarla, porque ya estamos hartas y atiborradas de críticas y exigencias que nos remiten a la autoexplotación y a una búsqueda de perfección para seguir sosteniendo sistemas que nos llevan a competir entre nosotras en vez de aliarnos para concebir un mundo que forme lazos sociales con energía femenina (y feministas, sin llegar al fascismo), no en contra del patriarcado ni en contra del macho (solamente), sino también en contra de todo ese puritanismo y moralismo obsoleto que nos divide y nos polariza entre las “buenas y malas, santas y no tan santas, madres y profesionales”.

Porque las mujeres podemos identificarnos con otras no solamente en una competencia de belleza y fanatizarnos con todo ese sacrificio y esa perfección angelical inalcanzable, sino también nos encontramos en todo aquello que nos permite ser libres e imperfectas. Valorar nuestra belleza, nuestra imperfección, nuestra profesión, nuestro ocio, nuestros éxitos y logros, nuestros errores y falencias, es lo que nos va a permitir arribar a la conquista de la única corona que toda mujer debería ostentar: la de su propio estilo, es decir, su particularidad.

Las opiniones expresadas son de exclusiva responsabilidad de la autora del artículo. Para más información y consultas, escribí a gabrielacascob@hotmail.com

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