El síndrome del niño hiperregalado
Uno de los males de nuestros días
Pobres niños ricos
Anónimo
Hoy, pese a la pandemia y a la crisis económica, el repunte de las ventas se hizo notar en estas fechas. Cada fin de año la misma ansiedad acapara los hogares: muchos niños esperando a Papá Noel en Navidad y pocos días después poniendo los zapatos para recibir más y más regalos de los Reyes Magos, abriendo y descartando cada paquete como si fuera una carrera, para luego quedarse fascinados con la caja de cartón más que con aquel juguete por el que los padres, incluso, se endeudaron.
Sin embargo, hace unas décadas se instaló un tipo de tendencia que atenta contra la estabilidad y el desarrollo emocional de los niños: anestesiarlos con juguetes. Lo hacemos para compensar el poco tiempo o la pequeña predisposición que tenemos para estar con ellos, pero el resultado es caótico; convertimos a nuestros niños en seres caprichosos, egoístas y consumistas. Por si fuera poco, cuando no les estamos regalando algo, les damos el celular o algún dispositivo tecnológico para que se distraigan y no “molesten”.
Es cierto que la oferta actual es tan atractiva que escapar es casi imposible, pero, probablemente, esta oferta responda a una demanda que tiene que ver con la forma en que nos organizamos como sociedad alrededor de lo que “creemos” que hace felices a los niños hoy día —casualmente, es directamente proporcional a las necesidades, el nivel de tolerancia e individualismo de los adultos—. Esta dinámica tan profundamente instalada no solo esconde un problema, sino dos muy complejos. Por un lado, dejamos de vincularnos con nuestros hijos y esa privación atrofia su capacidad de socialización, porque el primer lugar donde el niño aprende a vincularse con los demás es en el hogar. Si no lo practica con nosotros, también pierden los demás, ya que un niño que no ejercita el relacionamiento tiende a ser hostil o prepotente con los demás.
Por el otro lado, les estamos enseñando que la felicidad se puede comprar, pero que es efímera y, por ende, siempre se necesita comprar o tener más para estimular ese sentimiento. Es diferente de la felicidad que podemos desarrollar a través de logros intelectuales, deportivos o artísticos y los vínculos personales.
Hace unos días vimos esta teoría puesta en práctica. Iaan Fernando, de 9 años, oriundo de Tobatí (Cordillera) llevaba 11 meses sin ver a su mamá, quien fue en busca de oportunidades laborales a España. En un video viralizado en Twitter por la usuaria @AracelyCabriza, Iaan emocionó a todos con su reacción cuando sus familiares grabaron el momento en el que abrió una enorme caja de regalo y salió de sorpresa su madre. La emoción del niño es indescriptible y, probablemente, no podrá emularse con otro regalo jamás. Esto nos confirma lo que bien dice una conocida frase: el regalo nunca es lo que está dentro del paquete, sino las manos que lo dan.
El precio de la felicidad
Comprar la felicidad sería como ponerle precio a una medalla que se debe ganar con esfuerzo y disciplina. Es importante que los padres dimensionen la importancia de desarrollar una crianza basada en el apego emocional y los méritos, y no en el premio material. El hecho de comprarles muchas cosas produce sobreestimulación en el niño y les dificulta valorar y disfrutar lo que tienen. El resultado es que ya ningún regalo le es especial, pues ni siquiera puede concentrarse en un juguete en específico y, al final, todos terminan en un cajón perdiendo el interés de nuestros hijos por culpa de la saturación.
Llenarles de cosas materiales les bloquea la ilusión ya que, cuando reciben muchos regalos de una vez, y después esto no pasa con regularidad, pueden llegar a pensar que ya no se los ama como antes. La falta es constitutiva; si no soportamos la angustia o la demanda del niño, quizá seamos nosotros quienes no toleramos el vacío.
Enfocar la atención en fuentes reales de felicidad
Los padres podemos ayudar a nuestros hijos a que se enfoquen en otras fuentes de felicidad, tales como el amor, la amistad y el juego, y enseñarles a restar importancia a las posesiones, incluso con nuestra propia actitud ante el valor que le damos a las cosas. La clave es hacerlo muy pronto en la vida, cuando los niños son más flexibles y están abiertos a actividades, experiencias y pasatiempos nuevos.
No podemos empezar a exigirles a los 10 años de edad que dejen los videojuegos y se pongan a leer, hacer algún deporte o ayudar en la casa. Es algo que tenemos que incorporar desde el vamos, ya que el consumismo se aprende, de igual manera, en la temprana infancia. Todos los padres sabemos lo perjudicial que puede ser darles todo a los hijos, convirtiéndolos en esclavos invisibles de la publicidad.
Esto sucede en familias de todas las clases sociales. El riesgo no está en el juguete mismo ni en la marca de ropa, sino en crear seres egocéntricos que crean que todas sus necesidades deben ser satisfechas en el momento y de la manera que ellos quieren (el patrón consumista así los adiestra). Con este patrón consumista no solamente los juguetes operan con esta lógica utilitaria y desechable, sino que, como un virus, contamina hasta los sentimientos más sublimes. De esta manera, los afectos, los vínculos, las amistades y los valores también son desechables, como artículos de consumo que pueden negociarse a determinado precio y que, cuando dejan de producir la emoción inicial, se descartan.
La experiencia del juego se construye
La solución no es dejar de darles obsequios a los niños y tampoco ofrecerles solamente cosas “útiles” y que duren por más tiempo —que por lo general son los que menos ilusión les causan, como ser ropa, libros y zapatos, que no están mal, pero no son los preferidos en la infancia—. Tenemos que saber que los juguetes son objetos en los cuales los niños depositan su agresividad y energía vital, y que por lo general, por ese motivo, los destrozan.
No compremos juguetes que nos endeuden, ni para exhibición, ni colección; sino sabiendo que su destino será la destrucción. De esta manera no nos vamos a estresar ni causar culpa a nuestros hijos por nuestras reprimendas. En el juego se tramitan todas las fantasías y potencialidades del niño; y si en el proceso del juego rompen unos cuantos juguetes, vale la pena pues hemos ganado en el desarrollo de la creatividad.
En pandemia optamos por el mal menor
Está claro que en plena pandemia, y con los hijos presentes todo el tiempo con una alta demanda de atención, no podemos exigirnos demasiado. Si el niño hace un pedido o berrinche por un juguete o la tablet, ¡adelante! Es preferible ceder un poco antes que explotar y gritarles o perder la paciencia por una cosa menor.
Es una odisea saber qué tantos juguetes o tecnología son “demasiado” en este momento en que los días no tienen cortes ni espacios delimitados, pero lo sabremos cuando veamos en los ojos de nuestros hijos una apatía (o incluso un hastío) que solo puede saldarse con atención sincera y amor de nuestra parte.
Nuestra tarea como padres será mucho más compleja porque va a requerir de mucha creatividad para fijar normas y límites, empezando por nosotros mismos. Pero así también, tenemos la oportunidad de crear lazos más estrechos.
No podemos blindarlos del bombardeo publicitario al que están expuestos las 24 horas del día, pero sí tenemos la posibilidad de analizar juntos nuestras vivencias, viendo la televisión en familia, comentando de qué manera la publicidad o el juguete novedoso ilusiona falsamente. Este es un ejercicio que puede ayudarlos a desarrollar criterios relacionados con el consumismo, para ir proyectando una conciencia personal sobre lo que necesitan y lo que solo creen que necesitan.
Con estos ejercicios intentamos ayudar a fortalecer su juicio. Si confiamos en su capacidad de comprender, les estamos dando la oportunidad de salir del lugar pasivo y alienante en que son colocados por el capitalismo consumista, construyendo con ellos su capacidad de conectarse con los valores humanos, esos que no se negocian y que nos dan satisfacciones reales más allá de las falsas necesidades.