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Año nuevo, calidad de vida nueva

Listos para la nueva normalidad

Termina el año más bizarro de todos. Solo nos enfocamos en el 2021 esperando que pase todo, aunque tal vez no suceda nada nuevo; el virus también es inmune al implacable transcurrir del tiempo. La cruda verdad es que casi todo sigue igual, lo único que quizás cambió es que en vez de expectativas, lo que ahora tenemos es aceptación de nuestra realidad vivencial.

La gran mayoría asumió un estilo de vida diferente para poder convivir con un virus que vino para quedarse, aparentemente por un buen tiempo. Una de las estrategias que encontramos como forma inteligente de lidiar con este él fue cambiar cantidad por calidad: si antes teníamos más de dos reuniones con muchos amigos en la semana, ahora solo las tenemos una vez cada 15 días, con la “burbuja”; si antes veíamos a nuestros padres todos los domingos, ahora, en ocasiones muy especiales.

Cambiamos proyectos, trabajos y costumbres. En diferentes contextos, disminuimos la cantidad de tiempo y encuentros, de abrazos y cercanía, y buscamos la calidad de esos momentos porque registramos su valor en la medida en que fuimos perdiendo, no solo los encuentros, sino la seguridad de lo que dábamos por sentado: la salud, el tiempo y la vida.

Por otro lado, encontramos también una paradójica sensación de libertad en la prohibición. “Prohibido salir de casa”, nos dijeron y, por ende, nos libramos del imperativo de tener que cumplir con tantas obligaciones sociales y expectativas (muchas veces autoimpuestas). Experimentamos una tranquilidad en el hogar y en la familia, una paz y una felicidad en la quietud, que quizás no conocíamos en el mundo acelerado en el que interactuábamos y competíamos.

Si antes el imperativo social, de consumo y disfrute era “tenés qué salir, viajar y comprar más”, ahora esos mandatos se transformaron en “tenés qué quedarte en casa”, exigencia de reclusión y renuncia a tantas cosas a las que estábamos acostumbrados. El encierro reconfiguró los valores y las necesidades de todos. 

La culpa también cambió de argumento. Si anteriormente el sentimiento de culpa pasaba por no disfrutar lo suficiente o no cumplir con las expectativas sociales o profesionales cuando veíamos la vida perfecta de los demás, hoy día, esa culpa pasa por no cuidarse lo suficiente o no seguir los protocolos establecidos o incluso por ostentar o divertirse. Un cambio tan radical en las subjetividades y libertades de una sociedad que se consideraba dueña de las calles y soberana del disfrute, que había conquistado todos los territorios turísticos del mundo, que tenía al consumo como la más convocante religión laica y a los shoppings como sus grandes catedrales de encuentro de domingo, es soportar un límite a tanta omnipotencia, que no puede más que modificar paradigmas y prioridades… esperemos que para bien.

Si partimos de que recién en la vulnerabilidad y en los desafíos aprendemos a agradecer, aceptamos recibir amor, enseñanzas, cuidados y protección. Todo eso viene de la mano de la humildad y la solidaridad, valores que quizás sean las vacunas para inmunizarnos de otras pandemias mucho más antiguas que aquejan a la humanidad desde hace ya demasiado tiempo.

Reemplazar referentes externos por el sentido común

No es para subestimar el cambio de paradigmas que trajo la prohibición, en un momento de la historia en la que, como decía Dostoievski, “Dios ha muerto, por tanto, todo está permitido”.

De un día para el otro, todo quedó prohibido, hasta los abrazos. Y la pregunta que surgió fue: ¿Quién tiene la verdad? ¿La ciencia? ¿La OMS? ¿Algún presidente temerario? ¿Las fake news? Sorprendentemente, a lo largo de este año, quedó claro que no necesitamos referentes externos para protegernos y cuidar a los seres queridos, porque mucho antes que las religiones o los grandes pensadores hayan establecido lo bueno y lo malo, el corazón humano ya conocía de mandamientos y valores. Sabemos que asesinar, robar, no honrar a los padres, envidiar y codiciar son faltas universales y que evitarlas nos ha permitido convivir en sociedad, castigando a quienes salen de esos márgenes. 

Con esta misma lógica, hoy establecimos nuevos paradigmas, nuevos estilos de vida, nuevas formas de pensar en la salud, en la familia, en los espacios y en el tiempo, que nos van a permitir disfrutar más con menos, valorar el tiempo que tenemos en familia sin dilapidarlo en quejas, falsas esperanzas o recriminaciones y sin la necesidad de responder a imperativos de consumo que condicionaban las formas de generar la felicidad sintética en los supuestos de tener, hacer, comprar, y disfrutar más y más siempre, sin límites y con las propuestas o ideales de otros.

Hoy la calidad reemplaza a la cantidad y por tanto también elimina la saturación y el empacho en que estábamos alienados, e incluso, faltos de deseos y disfrute plenos, otra de las secuelas beneficiosas de las privaciones de la cuarentena.

Disfrutar más de la vida, con menos

El doctor argentino Daniel López Rosetti, médico clínico y cardiólogo, en una entrevista realizada por Alejandro Fantino dijo algo muy interesante sobre la calidad de vida: “El estrés, si es igual a sufrimiento, lo contrario se llama felicidad. La pregunta es, ¿existe la felicidad? Utópicamente la gente va a decir que no. La realidad es que la felicidad existe y se mide”. López Rosetti explica que eso se llama bienestar subjetivo percibido y se calcula en el mundo entero, y cada persona tiene distintas condiciones de bienestar de acuerdo con su calidad de vida, no nivel de vida. “Nivel de vida es si tenés un millón de dólares, calidad de vida es si disfrutás lo que tenés. Nivel de vida es una posesión o algo, pero calidad de vida es una diferencia entre tu expectativa sobre determinadas variables, como lo que deseás y tu realidad vivencial. Si la diferencia entre tu realidad vivencial y a lo que aspirás es muy alta, esto determina una baja calidad de vida. Calidad de vida es qué tan contento estás con tu realidad vivencial”, puntualiza. 

El doctor aconseja comprender que la conversión de la realidad vivencial es un esfuerzo personal y empieza por preguntarnos, por ejemplo, cómo nos sentimos en el barrio donde vivimos, con la familia, con los amigos que cultivamos; en el trabajo y con la profesión que tenemos; cómo nos sentimos con nuestra pareja, con los hijos, y de acuerdo con estas respuestas íntimas, podremos identificar y quizás incluso modificar algunos de esos factores que inciden en la debilidad de nuestra calidad de vida y nos hacen infelices. 

Creo que a todos nos llevó un tiempo aceptar esta problemática global que afecta a todos por igual, pero quizás en esta comunión de sacrificios y duelos, pérdidas y renuncias, nos ayudamos a equiparar mejor las expectativas que teníamos con la realidad vivencial que nos tocó en suerte. Cuando hace un año este virus empezaba a propagarse por todo el mundo y la salud pasó a tomar protagonismo por sobre todo lo demás, claramente las expectativas que teníamos sobre proyectos, viajes y estilos de vida, ídolos, referentes y garantes de verdad, direccionaron su energía en proteger lo más importante: la salud, la familia, la vida, la salud mental y el sentido común. 

Que este año que empieza incierto, pero con grandes esperanzas de volver a una “normalidad” mejor y más humana, nos encuentre despojados de aquellas ideas que nos estresaban y que nos condicionaban a tener para ser. Que nos encuentre vacíos, listos para emprender un viaje con menos carga, con menos necesidades, con menos expectativas neuróticas y exigentes, para poder llenarnos de lo que sin duda, como muchas veces lo ha demostrado la humanidad, vamos a recuperar de a poco y con paciencia, lo que más necesitamos como seres humanos; momentos de calidad y amor, dignos de vivirlos en compañía de los que más queremos, honrando y recordando a quienes perdimos y extrañamos.

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