Padres helicóptero
La sobreprotección que atrofia
“Si no puedes controlar tus emociones, no importa lo inteligente que seas, no vas a llegar muy lejos”
Daniel Goleman, psicólogo estadounidense.
Como nunca antes, los padres podemos tener un control “virtual” sobre los hijos, pues lo permiten los celulares con GPS, los relojes inteligentes, las cámaras y los drones. Ellos saben que no pueden escapar de la supervisión y los más sobreprotectores no dejan de utilizar estas herramientas.
Con un clic pueden saber a dónde van, con quién están, su ubicación en tiempo real y deben atender a las videollamadas. Esto tuvo un impacto en la subjetividad y la autonomía en general; niños ensimismados, indecisos, dependientes; adolescencia tardía, depresión; padres cansados, entre otros síntomas actuales. Los escenarios de The Truman Show o de la serie Black Mirror son cuentos de hadas comparados con lo terrorífico que puede ser sentirse observado y fiscalizado todo el día, sin margen de error.
Antes del mundo hiperconectado, los adolescentes salían de casa con una escueta información de “me voy a lo de fulano” y los padres soportaban esta incertidumbre. Los hijos que crecieron con esa libertad responsable sabían tomar decisiones y, en muchas ocasiones, las consecuencias de pasar los límites era el peor castigo y el mejor maestro. Esta cuasiautonomía los obligaba a autogestionar mejor lo que podían hacer y lo que no. Nadie les advertía 24/7 como cuidarse. El justificativo actual para activar el modo “padres helicóptero” con semejante invasión a la privacidad es que “vivimos en un mundo mucho más inseguro”. Y esto quizás sea totalmente cierto, pero las consecuencias de vivir sobreprotegido, sin hacer alguna travesura o equivocarse para “aprender de las consecuencias”, puede ser más peligroso que cualquier otra amenaza.
“Padres helicóptero” es uno de los tantos nombres coloquiales que les han puesto a los progenitores sobreprotectores. También están las denominadas “madres quitanieves”, que facilitan el camino a los hijos; “las mamás bocadillo”, que los persiguen con la comida para que se alimentes; los “padres manager”, que ordenan y establecen agenda y tareas; los “padres guardaespaldas”, que se pasan defendiendo a sus retoños de los embates físicos y emocionales ante cualquier reprimenda de amigos, compañeros o incluso profesores, entre otros. Puede que tengan las mejores intenciones para con sus hijos, pero el problema está en la sobreprotección.
PROTECCIÓN EN SU JUSTA MEDIDA
La razón de por qué algunos padres tienden a sobreproteger a los hijos puede obedecer a varias causas: que hayan tenido carencias afectivas; que hayan sufrido maltrato; que no toleren ver sufrir a sus hijos ni frustrados; que resulte más fácil ceder a las demandas que poner límites, por culpa de trabajar muchas horas fuera. Otra forma de sobreprotección es intentar dar a los chicos “aquello que ellos no tuvieron”. El error de creer que sinónimo de “buenos padres” es criar hijos felices genera un estado de hartazgo y cansancio, tema del cual hablan Luciano Lutereau, psicoanalista argentino, junto con Trinidad Avaria, en el libro Crianza para padres cansados. Dicen: “Hoy los padres nos pensamos desde la gratificación y tenemos la idea de que nuestra misión es hacer felices a nuestros hijos. Esta idea puede ser muy problemática. Puedo reconocerme en el deseo de que mi hijo sea feliz, pero no creo que yo tenga o pueda ser la causa de su felicidad. Desde este punto de vista, creo que puede ser mucho más exigente o, para peor, plantear la condición de que su alegría sea una forma de comprobar que soy buen padre. Pienso que puede haber pocas cosas más sufrientes para un niño que la expectativa parental de que tenga que estar siempre contento”.
VÍNCULOS INVERTIDOS, CUANDO LOS HIJOS TIENEN QUE CALMAR A SUS PADRES
Hoy día, los padres vivimos con miedo a que nuestros hijos se expongan al bullying en todas sus formas, a la incertidumbre de un mundo que repite pandemias, guerras y problemas relacionados con ambiciones desmedidas y competitividad, pero esto ya lo vivimos en otras épocas, es un justificativo superficial para la sobreprotección. Lo que probablemente se nos escapa es que la contracara de propiciarles seguridad y felicidad constante, de protegerlos de todo mal, es provocar indirectamente que callen muchas cosas, cosas que pueden estar haciéndoles sufrir en soledad, en silencio.
Un niño que siente que no puede o no debe mostrarse vulnerable o triste ante sus padres, “que tiene todo bajo control”, es alguien que teme expresar sus sentimientos de tristeza, miedo, violencia y/o frustración. Son, por ejemplo, aquellos que juegan años un deporte o estudian un arte o idioma sin desearlo o integrarlo jamás a sus intereses, solo para cumplir con el deseo de papá y mamá. Temen más decepcionarlos que mostrar sus miedos, preferencias y deseos, y a eso se le denomina vínculo invertido.
Cuando somos los padres quienes no podemos o no queremos ver a los hijos inseguros, sin norte, angustiados; que, si lo demuestran, nos angustiamos el triple y cancelamos la validación de sus necesidades y la libertad de expresión en el acto. Así, somos padres que los dejamos huérfanos, aunque nos tengan físicamente, y esa es la peor soledad. El niño no se angustia —o no lo demuestra— para evitar que los padres se pongan mal, y le toca a él vivir sus infiernos en silencio, una vida sin pasión, porque debe contenerlos, y no al revés, como debería ser a esa edad.
Parte del rol de papá y mamá —y de la madurez emocional de quien se jacte de paternar o maternar— es escuchar cosas que no queremos, que a veces incluso nos incluyen como parte de ese malestar normal del crecimiento. A veces idealizamos demasiado la niñez y la adolescencia, la recordamos como “la etapa más feliz de nuestra vida”, lo que también provoca que el niño o adolescente se aleje, que desconfíe de nuestro criterio, ya que la verdad y vivencia que experimenta puede que sea totalmente diferente, pero no quiere contradecir.
Para evitar o desactivar un vínculo invertido y el piloto del helicóptero, debemos ser capaces de escuchar sin juzgar, sin aconsejar, solo prestar atención y acompañar. También, analizar nuestra propia infancia, si fuimos “padres de nuestros padres” y si lo repetimos sin ser conscientes. Evitemos subestimar o minimizar sentimientos; animémonos a ceder ante exigencias innecesarias, aceptar que no tenemos de hijo al próximo Messi por más que crucemos toda la ciudad para llevarlo a todos los entrenamientos y torneos del año; y amarlo igual o más aun por ser auténtico, suficiente; por ser él mismo, hasta donde puede, hasta donde quiere ser.
Aceptar que se van a equivocar, a sufrir; que les van a romper el corazón y que, a pesar del miedo, vamos a respetar sus momentos, sus dolores, sin compararnos con ellos, sin tratar de evitarles el duelo o la vergüenza con regalos o alabándolos, sino acompañando, haciéndoles saber que estamos ahí y que todo va a pasar. Con esto no decimos que no podemos exigir a nuestros hijos desarrollar su potencial, pero tenemos que ser capaces de escuchar más allá de lo que nos dicen, cuando el malestar se manifiesta de formas no verbales: dolores de cabeza, constantes accidentes, violencia entre pares, enfermedades somáticas, trastornos alimenticios, adicciones, letargo, rebeldía y demás. El niño debe entender que también es visible cuando yerra o rechaza convertirse en un ideal y expresa su verdadera personalidad y deseos, y eso no implicará pérdida de amor de sus padres.
Sentir culpa por los errores no sirve de mucho. Lo único útil que podemos rescatar de los errores son los aprendizajes que nos dejan. Si evitamos la sobreprotección, los hijos tienen licencia para errar y van a aprender algo de cada caída; de lo contrario, viven pendientes de nuestro criterio, inhibidos, bloqueados, por temor a caer, a romperse algo, desde un hueso hasta el corazón. Si podemos soportar la incertidumbre de que no tenemos el control de su vida ni de su felicidad, podremos criar en libertad, con cariño y lucidez, alejados de los ideales que exigen, de los miedos que sobreprotegen y de la culpa que manipula.
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