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¡Jaque mate a los prejuicios!

La importancia de aprender a validar nuestros deseos

¿Quién no vio la serie de Netflix Gambito de dama? Más de 62 millones de personas se prendieron a la historia de una mujer que hizo algo irreverente para su época: validó su genialidad y se autorizó a sí misma a ser la mejor, incluso por sobre sus contrincantes masculinos, en un contexto patriarcal que castigaba con todo tipo de prejuicios a las mujeres que aspiraban ser más inteligentes que los hombres (incluidas las propias mujeres). 

Estas almas subversivas, que ponían en duda la superioridad o poderío masculino, eran una gran amenaza y continúan siéndolo en algunos contextos (no en vano se asocia la emancipación femenina con el aumento de la violencia contra la mujer). Por lo general, se las desautorizaba menospreciando sus opiniones, ideas y actos.

Eran mujeres que se atrevían a formular otro deseo por fuera del condicionado por su biología. Entonces —y hasta ahora— autorizarse a una misma en un contexto que prohíbe y castiga, puede detonar síntomas y neurosis en aquellas sobre quienes recae una culpa inconsciente atávica a los prejuicios, en una época en que quebrar la homeostasis de heteronormatividad vigente tenía un precio. Lo vimos en las crisis por las que atravesó Beth Harmon, la protagonista de la serie: inhibiciones, culpa, adicciones, depresión, procrastinación y boicot de su propio talento. Muchos de estos síntomas son semejantes a los de la mujer moderna que, en pleno siglo XXI y a pesar de la liberación femenina y de las conquistas en igualdad, todavía se ve arrojada a imperativos que cumplir; mandatos sociales y culturales que poco o nada tienen que ver con sus deseos reales. Esto genera infelicidad, neurosis y desorientación.

A continuación hablaremos sobre la importancia de validar nuestros deseos y sobre cómo identificar si nos pertenecen o no.

Redefinir quiénes somos

Si te preguntan quién sos podrías responder de diferentes maneras: madre, estudiante, profesora, ingeniera, etc. Pero si perdés uno de estos roles o talentos, ¿acaso dejás de ser quien sos?

Lo que hacemos no nos define y tampoco nos condiciona; por lo tanto, todo aquello por lo que los demás nos consideran personas “buenas” (ya sea en el trabajo, la familia, la profesión, lo estético) se sostiene de una esencia o subjetividad, de aquello que somos realmente. Por supuesto, si una persona es en esencia perversa o psicópata, no podrá ser una buena madre o un buen político, ya que no tendrá pudor para robar, maltratar o realizar actos ilícitos, ya sea esto consciente o inconsciente. En cambio, una persona empática, solidaria, capaz de amar y trabajar (condiciones básicas con las cuales Freud definía la salud mental) será buena o coherente en todo lo que hace, porque además de ser así en esencia, no lo hace para aparentar o buscar la aprobación de los demás de forma neurótica, sino que se autoriza a sí misma y valida sus emociones, sean buenas o malas, caigan bien o mal a los demás.

Quizá en un futuro, en vez de argumentar las campañas políticas con discursos populistas y hurreros, o gastar millones en marketing con imágenes llenas de filtros y poses ridículas, lo mejor sería someter a los postulantes a diferentes test y evaluaciones psicológicas profundas. Asimismo, sería interesante que se les condicione a tener —al menos en tanto ocupen un lugar de poder— un seguimiento psicológico para poder definir si la persona es apta o no para ocupar un puesto del que dependen tantas personas.

Somos lo que pensamos y sentimos, nuestra biografía emocional, condicionada por infancias llenas de alegrías o desamparos; somos nuestra experiencia de vida, con sus altibajos, éxitos y frustraciones; somos nuestra capacidad de resiliencia o rencor; somos los paradigmas de las culturas y las generaciones en las que nos criamos; somos el discurso materno del cual nos nutrimos (sea depresivo, masoquista, amoroso u optimista) al igual que la mirada de nuestra figura paterna (ya sea prejuiciosa, machista, discriminadora y misógina; o bien alentadora, empoderadora y honorable).

Empecemos por analizar si estamos estancados y reprimidos emocionalmente en alguna de estas u otras esferas, truncando nuestro potencial. Es importante para poder escapar de estilos de vida esclavizados por parámetros externos, por neurosis ajenas a nosotros, por huellas emocionales tóxicas que nos condicionan y que contaminan nuestra libertad de decidir cómo ser. 

Aceptar nuestras virtudes y defectos para definirnos

Es importante redefinir prioridades cuando descubrimos —quizá tarde y a través de ciertos síntomas y malestares— que existe una dependencia del juicio de los demás para valorizarnos. En estos casos, las prioridades no son propias y causan depresión, ansiedad social, temor a hablar en público, timidez o desórdenes alimentarios.

Cuando el eje subjetivo está fuera de la convicción personal y se vive a través del juicio de los demás, la felicidad esta fuera de uno. Si bien parece alcanzarse cuando los demás nos admiran, envidian o le dan “me gusta” a nuestras publicaciones en redes sociales, esta sensación es pasajera e insípida porque, quiérase o no, uno no está haciendo lo que realmente desea. Es fácil identificarlo cuando no nos conforma nada, ni la imagen física, ni el estatus, ni la profesión, y esto aparece cuando se vive una vida virtual para que los demás nos consideren exitosos, inteligentes y eficientes; cuando vivimos para no decepcionar.

En esta posición subjetiva centrada en el afuera, existe un síndrome que muchos comparten en silencio. Según un artículo digital de la BBC, este “trastorno es más habitual de lo que parece: se llama síndrome del impostor y siete de cada 10 personas lo han sufrido alguna vez en su vida […] Millones de mujeres y hombres en todo mundo, desde exitosos directivos de empresas, hasta brillantes estudiantes o actrices, como Kate Winslet, están secretamente preocupados por no ser tan capaces como todos creen”, asegura la doctora Valerie Young. Aida Baida Gil, asesora profesional y autora del libro Cómo superar el síndrome del impostor, dice al respecto que “quienes lo sufren tienen la sensación de no estar nunca a la altura; de no ser lo suficientemente buenos, competentes o capaces; de ser impostores, un fraude”. 

A partir de esto, se han establecido cuatro posibles fuentes de origen del síndrome:

DINÁMICAS FAMILIARES DURANTE LA INFANCIA. Según Aida, cuando tu hermano es el “inteligente” y tú eres la “simpática”, o tienes presión para sacar buenas notas, padres muy exitosos o sientes que eres la oveja negra.

ESTEREOTIPOS DE GÉNERO. El síndrome del impostor, según la especialista, es “igual de frecuente en mujeres que en hombres”, aunque hasta hace poco se pensaba que ocurría principalmente en mujeres debido a los mensajes de éxito y fracaso en la sociedad y a la presión ante ser madre y, al mismo tiempo, una profesional de éxito.

DIFERENCIAS SALARIALES. Aida trabaja principalmente con mujeres profesionales y asegura que la realidad actual de la mujer en el mundo profesional es también una causa de este síndrome.

PERCEPCIÓN DE ÉXITO, FRACASO Y COMPETENCIA. “Las personas que sufren el síndrome son muy exigentes consigo mismas y tienen una lista de requisitos prácticamente imposibles de llevar a cabo”, explica la especialista.

Dicho de otro modo, el hecho de que la mujer no se sienta suficientemente perfecta, que se le dificulte validarse a sí misma y omitir las expectativas de los demás, confirma que, en realidad, la predisposición que tienen las mujeres a sobreexigirse y tratar de ser mejor en todo proviene de una imposición cultural que rechaza y castiga a cualquiera que tenga la osadía de buscar independizarse y emanciparse de la mirada de los demás para ser quienes desean ser. Esta conducta no surge del mito del masoquismo constitutivo y sacrificial del género que debemos adoptar como “normal”. 

Es momento de validar nuestra esencia, aspiraciones, derechos; incluso hay que validar aquello que “no me gusta”, a pesar del miedo a la desaprobación, pero no de forma reactiva —como ciertos colectivos que defienden derechos violentando o discriminando, creyendo que la revolución pasa por quebrantar paradigmas externos—. La verdadera revolución es liberarse de prejuicios internalizados por generaciones y de expectativas insostenibles para poder generar, desde la propia subjetividad y ética personal, un nivel de validación y autorización para sentirnos realizadas, como mujeres, de una forma menos rigurosa y maniática, más humana.

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