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Madre: El rol vitalicio por excelencia

Entre el deseo de maternidad y el mundo en que toca criar

Cuando hablamos de la maternidad desde el punto de vista de un rol trascendental y vitalicio para mujeres e hijos, es inevitable pensar en la influencia en la estructuración psíquica que tenemos sobre la humanidad, dependiendo de qué tipo de relación desarrollemos con nuestra descendencia, lo que nos hace sentir mucha responsabilidad y compromiso, pero también sentimientos de culpa.

En general, las madres hacemos todo lo humanamente posible por el bienestar de nuestros hijos, consciente y voluntariamente, pero existen cuestiones inconscientes que afectan los vínculos y que es importante registrar a tiempo para que no se cristalicen como repeticiones sin fin de generación en generación. Como madres y padres, el mejor regalo que podemos hacerle a nuestros hijos es invertir en salud mental, ya que somos el aparato psíquico que presta el niño por un buen tiempo, con lo que se estrena en el mundo psíquica y emocionalmente, lo cual es importante, aunque no determinante para la persona.

Somos el deseo de nuestras madres

Las mujeres, como mamíferas, podemos parir y ser buenas madres en el sentido de cuidar, proteger y alimentar a nuestra cría. Pero tenemos también la misión de dar a luz emocionalmente a nuestros hijos a través del deseo. Ellos, además de nacer biológicamente en cuerpo, también lo hacen en alma a partir de los sueños, las expectativas, las esperanzas, las palabras y las emociones que les transmitimos.

Este deseo a veces se encuentra bloqueado por experiencias indeseadas o situaciones frustrantes y no siempre es el “mejor momento” para tener un hijo para todas. Otras mujeres los buscan y se preparan para ese momento oportuno; por tanto, el contexto donde se espera al chico forma parte del principio de este vínculo, el cual, según su emoción, vamos a disfrutar o tener que resolver, elaborar.

El mundo en el que nos toca criar

El mundo actual al que traemos niños no es tan amigable ni con la infancia ni con el tiempo que lleva la dedicación a ellos. Por ello, podemos decir que hay mayores dificultades para que el vínculo en la familia se genere de forma que todos se sientan importantes. Vivimos en un tiempo de pocas miradas y muchas pantallas, todas puestas en un celular; demasiadas imágenes, escasas palabras y contacto.

Existen dificultades con la ley y la función paterna, momentos de excesos, carencias, búsqueda de la eterna juventud. La privacidad y la intimidad ya no se sostienen y todo se vuelve público. Se exige precocidad a los niños, que ya sean independientes, que sepan arreglarse solos; de medicalización de la infancia por trastornos diagnosticados con mucha superficialidad, en una época en la que no nos es suficiente nada. De esta manera la maternidad puede volverse un acto heroico si deseamos que nuestros hijos tengan valores de los cuales se sostengan sin perderse, en un mundo cada vez más inconsistente.

El camino hacia la subjetivación y los cambios

A partir de nuestra “mirada” y de lo que decimos de ellos y a ellos, los hijos van a ir construyendo una imagen de sí mismos, buena o mala según como se les mire consciente e inconscientemente. Pero la vida es un constante cambio y en cada etapa de la maternidad vamos desprendiéndonos de imágenes, momentos, necesidades y conquistas sobre la madurez física y emocional de ellos. Y hacemos pequeños duelos que nos van a dar cuenta de que para tomar lo siguiente que propone la vida, es necesario aceptar estos desapegos. A nosotras nos han hecho creer que la maternidad es un rol vitalicio en cuanto a la crianza y el trabajo de acompañar a los hijos en este camino, pero lo único vitalicio de la maternidad es el rol que trasciende tiempo y espacio, vida y eternidad. Si uno de ellos pasa a mejor vida, se sigue siendo madre en todos los universos, en todos los planos.

“A partir de nuestra ‘mirada’ y de lo que decimos de ellos y a ellos, los hijos van a ir construyendo una imagen de sí mismos, buena o mala según como se les mire consciente e inconscientemente”

Pero el camino que hemos construido en el proceso de la educación no va más allá de los 15 o 20 años. Hasta esa etapa les enseñamos todo lo que saben para bien o para mal, y luego los hijos levantan vuelo y hace su vida, que debemos reinterpretar en función a los adultos que son y no como esos niños sobre los que todavía sentimos que tenemos poder o influencia, ya que si esto persiste y se insiste en ese tipo de vínculo, puede ser perjudicial para ambos, porque es posible que genere una dependencia mutua que limite la capacidad de agarrar otros roles; por ejemplo, a mediana edad, a los 50 o 60 años, queda el nido vacío pero queremos seguir operando de madres de adolescentes o niños, y no de auténtica reciprocidad adulta y el respeto que esto merece.

Soltar el centro de atención

La madre para nuestra cultura es una representación sublime, un rol de absoluto respeto y omnipresencia que hace que a algunas mujeres les cueste salir de ese protagonismo. Tener siempre un as bajo la manga: un quehacer, una pasión, un interés, una vocación; una profesión en qué destacarse; un grupo de amigas o colegas, nos va a permitir liberarnos de esa obnubilación del rol para pasar a otros escenarios en que la vida nos ofrece actuar, con la misma energía, dedicación y amor que la maternidad.

“La madre para nuestra cultura es una representación sublime, un rol de absoluto respeto y omnipresencia que hace que a algunas mujeres les cueste salir de ese protagonismo”

Los hombres, por ejemplo, que también sufren cuando los hijos se van, no quedan pegados a ese rol obsesivamente; por lo general, saben llenar mejor esos vacíos porque su vida e identidad no estaban basadas en ser padres exclusivamente, sino que el contexto mismo les da más libertades e incluso consideraciones de errores o falencias que las madres no conciben, porque muchas veces sienten que no deben tener margen de error en la crianza.

En palabras del psicoanalista Massimo Recalcati, “si una madre se ha dejado absorber de manera unilateral por ser madre, la posición del niño tendrá un exceso de presencia y el vínculo materno será un vínculo asfixiante, como un obstáculo para la separación”, a lo que sumo lo que menciona Jacques Lacan: “La madre ocupa el centro del ser mismo del sujeto”.

La relación se vuelve asfixiante cuando la madre ha perdido su condición de mujer y su deseo está puesto únicamente en el hijo. “Esto hará que la relación del niño con el mundo sea muy difícil, nadie sabrá ‘como ella’ lo que le pasa a su hijo, no hay relación que compita con esta inicial. En esos casos, la función paterna es difícil, no hay quien rompa esta simbiosis”, dice al respecto la psicóloga y psicoanalista Beatriz Azagra. Estas son mamás devoradoras.

Las madres narcisistas, en cambio, no pueden soltar el rol de mujer para cederle un lugar al hijo, no se involucran en sus actividades y les obligan a hacer todas las cosas con ella, como que su vida y sus necesidades son la prioridad, por encima de ellos. O mamás deprimidas, que no logran instaurar el deseo por la vida en su descendencia.

La función materna, amor incondicional

La vida siempre encuentra sustitutos si falta la función materna y la mayoría de los niños la halla en alguien que se interese verdaderamente por su vida. Puede ser el padre, la abuela, una tía, una profesora, una niñera, desde donde forman el agarradero para nacer como sujetos. Por eso, la maternidad es un acto de amor incondicional que lo asume quien entiende y dimensiona su importancia.

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