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La enfermedad como mensaje

Un mes para sensibilizarnos sobre los malestares

La felicidad del cuerpo se funda en la salud; la del entendimiento, en el saber

Tales de Mileto

En nuestra cultura tenemos la costumbre de desintegrar, dividir, separar y observar detenidamente las cosas o ideas para analizar parte por parte aquello que buscamos solucionar. Creemos que, con un análisis detallado, distinguiremos exactamente los elementos que componen un objeto o emoción y así quizás lo comprenderemos. Pero lo cierto es que existen fenómenos que, si no los observamos en el todo de su contexto, no son lo que muestran. Por otro lado, existen diferentes tipos de lenguajes y mensajes. Por citar los que conocemos: el verbal, el escrito, el analógico y el digital. 

Por ejemplo, si estamos en una sala de espera, nos sentamos al lado de alguien y en vez de conversar casualmente agarramos el celular y nos encerramos, con eso enviamos el mensaje de “no quiero hablar”. Pero si ayudamos con algo o le pasamos una revista, abrimos un diálogo. Con esos sencillos actos no verbales decimos mucho. Eso mismo pasa con los malestares, que pueden ser formas de decir algo, pero generalmente nos detenemos a analizar, entender y curar, lo más rápido posible, síntomas visibles —fiebre, dolor de cabeza, vómito, tos— y no vemos el todo. La enfermedad quizá sea una forma de evitar exposiciones, evadir temores o inhabilitarse a ser feliz, pero es difícil interpretarla de otra forma que no sea la desgracia. Nos referimos a mensajes que hallamos para hablar de lo que dice el cuerpo y, en lo posible, descifrarlo.

Traducir el malestar

Para todos, la enfermedad es indeseable; la evitamos, paliamos sus estragos. En estos casi dos años de pandemia vivimos un malestar común, pero para cada uno la experiencia fue única. Muchos vivieron con miedo, incertidumbre, angustia. Otros, acostumbrados a cuidar su integridad, vieron a las medidas de prevención como parte natural de la rutina diaria. La vacuna era un sueño, una expectativa ansiada, y cuando se vislumbró la posibilidad de obtenerla, fueron los primeros en esperar turno, ni se cuestionaron si era una conspiración de los Gates o la tecnología 5G, porque básicamente confían en los demás. 

Podemos inferir que esta actitud está conectada con la pulsión de vida, la que evita, en lo posible, la exposición a riesgos innecesarios y enfermedades, aunque en muchísimos casos este virus fue tan injusto que se llevó a aquellos que más se cuidaron y evitó a quienes deliberadamente no lo hicieron. Estos imponderables, que nos interpelan ante el arbitrio del azar, obligan a pensar en la importancia de ser conscientes de nuestro propio deseo de vivir, cuidarnos y valorar la vida, ya que esa misma conciencia es clave para entender el valor que tienen en la salud, la alegría, la actitud positiva, pero también la enfermedad, la depresión o la permanencia en un estilo de vida insano.

Ni todos los medicamentos y tratamientos pueden ofrecer un alivio tan grande como un abrazo.

Es así que no siempre una fiebre es una fiebre; los niños, que son seres todavía precarios en vocabulario, sienten o entienden casi todo a nivel energético y pueden decir cosas cuando se enferman. Hay que preguntarse, por ejemplo, ¿qué tiene que ver con nosotras lo que le pasa al bebé? ¿Por qué se puso histérico y no quiere comer? ¿Por qué llora sin parar o tiene tanta rabia? ¿Qué expone con su estado que no puedo decir yo? Cuando un bebé rechaza el pecho materno, podríamos preguntarnos por qué nosotras lo rechazamos, o a la lactancia, pregunta casi informulable y por ende inexistente para toda madre que hace lo posible y lo imposible para tener la mejor predisposición, pero que quizás, en su fuero interno, ya no da más de cansancio, no solo físico, sino emocional, y no sabe cómo decirlo, por vergüenza o prejuicios. 

Si somos capaces de acercarnos a las esferas más profundas de nuestras emociones y decir lo que nos pasa, verbalizarlo, ya sea a solas, con llanto o risas, a la pareja, el jefe, la familia o al analista, podremos liberar esos síntomas de otras formas que no sean con medicina, consultas o estudios interminables y, quizás, innecesarios. Así, enseñamos a los hijos a que se comuniquen de forma asertiva y expresen sus necesidades sin comprometer las nuestras ni su salud emocional o física. Por supuesto, los malestares no solamente expresan lo que no se puede decir y dejan de lado lo que a ellos les pasa, sino que pueden buscar atención, amor y tiempo, ya que así están más tiempo con mamá. 

Ni todos los medicamentos y tratamientos pueden ofrecer un alivio tan grande como un abrazo, o tan solo estar al lado de la persona que se siente enferma de soledad. Es necesario aclarar que no solo los niños envían estos mensajes, sino que los adultos también buscamos amor mediante mensajes SOS, ya que a veces enfermarse es la única manera de conseguir atención o escapar de una realidad insostenible. Toda enfermedad conlleva un proceso, un tiempo, una sublimación. Por ejemplo, el diagnóstico de cáncer era sinónimo de muerte, pero hoy tiene pronósticos de cura y calidad de vida antes impensados, gracias a la medicina y la tecnología. Relativizar el nombre y peso que conlleva como parte de una sanación simbólica, puede darnos otra actitud y poder ante toda enfermedad, para no someternos sin filtros a su sentencia. 

Actualmente, estamos acostumbrados a escuchar que la familia está en crisis, que los padres fallamos, que las madres no pasamos tantas horas con bebés y niños, y todo eso nos llena de culpa. Hoy, más que nunca, luego del encierro, podemos dimensionar que somos un todo, bio, psico y —especialmente— social y vislumbrar que no vivimos en una burbuja, que interactuamos todo el tiempo y dependemos unos de otros. Eso significa que, si vivimos en un medio enfermo, tampoco podremos estar muy sanos. La sociedad exige mucho a los adultos y los niños no tienen espacios seguros ni acordes a sus necesidades. Por lo tanto, los padres no somos los únicos culpables de ciertos síntomas que escuchamos todos los días, que quizás tengan más que ver con la falta de espacio y conexión que genera la urgencia del tiempo, la ambición y el consumismo sin sentido que nos aísla de los demás como sujetos. 

Lo que nos deja de aprendizaje y moraleja esta pandemia es que, si olvidamos nuevamente lo vulnerables que somos, rápidamente caeremos de nuevo en el error de juicio de creer que el otro nos puede salvar; el “otro” que creemos está en la ciencia (la vacuna, los medicamentos), el consumismo (la tarjeta de crédito), el gadget del momento (celular, redes, adicciones); todo ese salvataje que buscamos fuera y luego nos deja más vacíos que antes solo nos evita encontrarnos con esa sabiduría y conocimientos íntimos, sobre lo que significa para cada uno la felicidad, esa que nos conecta con la vida como sujetos y no objetos de consumo y consumistas; como personas que aman y sirven; que ven a los demás a través de lo que son y no para lo que pueden servir. Salir de la posición de objeto, que cada vez que se le pide algo se siente obligado, sometido, oposicionista, porque no se involucra desde la empatía con los demás, sino con lo que quiere desde su egocentrismo. Cada uno aprenderá algo de la enfermedad que le toque en suerte y dependerá de la posición subjetiva que tenga con la vida misma y con el deseo que tenga de vivirla, entender su mensaje e interpretarla. 

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