Socialmente distanciados
Los desafíos de la soledad
Hace unos días, los restos de una iglesia todavía desprendían humo cuando la policía descubrió que el incendio había sido provocado intencionalmente. Un mensaje pintado en spray arrojaba una buena pista: “Apostamos a que ahora sí van a quedarse en casa.”
El mensaje era en alusión al mandato de distanciamiento social que había traído la pandemia. La Iglesia Pentecostal en Mississippi estaba batallando con las autoridades e intentaba desafiar las restricciones del coronavirus para poder reunirse, y toda esa pelea quedó cubierta por la prensa. Hasta que alguien recurrió a la medida más extrema para evitar las aglomeraciones: incendió la iglesia.
En medio de esa locura terminaba el mes de mayo de un año que pasará a la historia por haber cambiado radicalmente nuestras costumbres, con la orden soberana de aislarnos y quedarnos en casa. Resultó que, al final, no era tan sencillo aquello de prescindir los unos de los otros y que ese mundo virtual que, creíamos, había reemplazado al contacto real, no lo había hecho en realidad; porque nos dimos cuenta de que se extrañan —y mucho— los abrazos.
Finalmente, descubrimos que lo que hacían las redes sociales era mostrar los encuentros de carne y hueso; no existían los aluviones de aburridos tiktoks, ni las clases en Zoom y el ejercicio se hacía en los gimnasios o al aire libre. La vida social, aunque a ritmos alocados, todavía estaba muy fuerte, y la gente se veía constantemente.
El corte abrupto de esa conexión ha sido traumático para todos, en mayor o menor medida. Hoy por hoy, no solo nos toca acatar el encierro, sino también las reglas de decoro que lo rigen: está absolutamente prohibido mostrarse de ninguna manera socializando físicamente, so pena de ser juzgado duramente por los controles sociales de nuestros contactos. Si uno sube una foto acompañado, más vale que aclare que es un #TBT o a será escrachado.
Todas estas nuevas reglas han generado una nueva paranoia de control constante, y hecha la ley, hecha la trampa: ha surgido toda una dimensión oculta, una donde muchos de los encuentros esenciales se mantienen en secreto.
“¿Vos le ves a tu mamá?”, se volvió la pregunta más incómoda del año, con aclaraciones como “le dejé las compras a través de las rejas”, o “con tapabocas y a varios metros”. Incluso ha habido peleas dentro de las mismas familias, porque algunos cumplen las reglas con más rigor y otros son más laxos. En este nuevo mundo no basta solo ser, sino que hay que parecer. Proyectar esa conciencia. Una cosa absolutamente comprensible cuando existe tanta gente que está poniendo en juego sus vidas para cuidarnos, o gente que, por acatarlas, ha sufrido enormes pérdidas emocionales y económicas.
Pero, a pesar de toda la lógica, no está siendo fácil el encierro. Creo que a todos nos ha quedado muy claro que somos, definitivamente, seres sociales por naturaleza.
En todas partes sucede que incluso la salud mental se deteriora al tener que atravesar tiempos inciertos sin contacto, y esto se acentúa en los lugares del mundo donde se da el fenómeno de mucha gente que vive completamente sola. A tal punto ha llegado la situación que el gobierno holandés, con un enfoque bastante realista, ha tenido que sacar un comunicado con una nueva guía dirigida a los solteros, que aconsejaba a las personas de encontrarse un amigo o amiga dispuesto a compartirlo todo mientras dure la pandemia ¡hasta la intimidad! La guía sugiere seriamente llegar a un acuerdo para tener un compañero de aislamiento, y esto aconteció a raíz de las innumerables quejas de los solteros y la insondable soledad a la que están expuestos.
La fatiga de la cuarentena es un término del que ya se está empezando hablar, está comprobado que existe. El término es adecuado, porque es exactamente lo que sentimos luego de tanto tiempo aislados: cansancio. De hecho, hay una gran cantidad de artículos que sugieren consejos acerca de cómo combatirlo. Finalmente, hemos entendido que la soledad no es parte esencial del ser humano y que cumplir normas de distanciamiento es un mecanismo tan artificial que nos deja exhaustos a todos.
Tal vez esta pandemia nos enseñe cuánto en verdad nos necesitamos, cómo dependemos los unos de los otros y, cuando todo pase, podamos construir un mundo más empático para aprender a cuidarnos mutuamente. Para que nunca más ocurra que, por un descuido, nos vuelvan a quitar los abrazos.