Tiempo de celebrar la impermanencia
Ambivalencias emocionales, luces y sombras de las fiestas de fin de año
Gracias a la impermanencia, todo es posible. Si nada cambiara, nada podría crecer
THICH NHAT HANH, MONJE BUDISTA
La Navidad y el Año Nuevo son momentos de inflexión. Aunque parezca un ritual repetido, predecible, la experiencia íntima nunca es la misma. Desde la psicología, la impermanencia nos invita a tomar conciencia del paso del tiempo y el cambio. En el budismo, todo lo que existe está en constante flujo, nada es definitivo ni fijo. Desde la ciencia, se confirma con la física cuántica que la realidad se modifica desde el observador; no es solo una creencia filosófica o espiritual, sino un hecho cuantificable, por ejemplo, el hecho de que las células de nuestro cuerpo se renuevan completamente cada tantos años e incluso nuestros estados mentales y emocionales cambian y pueden pasar de la euforia a la nostalgia más susceptiblemente en esta época. Todas estas manifestaciones nos invitan a entender este fenómeno para registrar su impacto en nuestra vida.
En diciembre, cuando la ciudad se llena de luces, recuperamos rituales familiares e inevitablemente hacemos un balance emocional; la conciencia del cambio y de los finales se vuelve más nítida que en cualquier otro momento del año. La Navidad, con su mezcla de tradición y nostalgia, se convierte en un espejo que nos muestra el paso del tiempo, las ausencias, las transformaciones internas, los vínculos que mutan y las partes de nosotros mismos que quedaron atrás; la infancia y sus fantasías, la adolescencia y los primeros amores; el tiempo en la adultez y vejez que cada vez parece acelerarse más.
La impermanencia —esa verdad universal de que todo cambia, todo pasa, nada permanece inmóvil— suele ser más evidente a fin de año. Por eso, estas fechas tienen el poder de despertar emociones intensas, ambivalentes, hasta contradictorias. En un mismo cuerpo conviven alegría, ilusión, melancolía, agotamiento, deseo de reencontrarse con seres queridos, con la sensación incómoda de pérdida o extrañeza ante el propio cambio.
UN CONCEPTO PSICOLÓGICO, FILOSÓFICO Y HUMANO
La idea de impermanencia es ancestral. Desde las filosofías orientales hasta el psicoanálisis, aparece una y otra vez como explicación de nuestra vida emocional: la experiencia humana es dinámica, fluctuante, nunca fija. Lo que sentimos hoy no será necesariamente igual mañana; los vínculos evolucionan; las narrativas familiares cambian; nuestras expectativas se transforman con la edad; aquello que antes nos dolía se vuelve más tolerable, o al revés, despierta memorias o duelos que creíamos superados.
En la actualidad se entiende a la impermanencia como una herramienta valiosa: reconocer que todo es transitorio ayuda a disminuir el sufrimiento que proviene del apego rígido, de la fantasía de que las cosas deben mantenerse exactamente iguales, de la neurosis que causa querer controlarlo todo, de la incapacidad de soportar la incertidumbre. Y, en estas festividades, cuando nos conectamos con recuerdos de infancia, con personas que ya no están y con tradiciones que se transforman porque somos observadores distintos, esa tensión entre lo que fue y lo que es se vuelve palpable.
UN RITUAL QUE EVIDENCIA EL PASO DEL TIEMPO
Para el psicoanálisis, diciembre funciona como un “escenario simbólico”: la repetición del ritual navideño actualiza el pasado. Se reactivan escenas familiares, roles, demandas, duelos, deseos y hasta conflictos no resueltos. No siempre lo notamos conscientemente, pero esa fecha tiene la capacidad de reabrir espacios internos cargados de significados. Por eso, aunque culturalmente se la promociona como una fiesta de felicidad absoluta, muchas personas viven la época con una mezcla compleja de emociones que no encajan del todo con la imagen idealizada, y entonces aparecen emociones tan diversas como polares, del enojo y la rabia a la solidaridad, el perdón y la paz.
Toda fiesta ritual —y la Navidad lo es en extremo— funciona como un recordatorio de que el tiempo pasa. Volvemos a armar el árbol, colgar luces, preparar comidas tradicionales y decorar la casa igual que otros años. Pero el que repite esos actos no es el mismo. Hay veces que celebramos con entusiasmo, y otras, sentimos cansancio o desconexión; hay fiestas llenas de gente, y otras marcadas por ausencias dolorosas; etapas en las que reconstruimos vínculos o atravesamos cambios laborales, rupturas, migraciones o dificultades emocionales.
La Navidad hace evidente esa transición interior. Los rituales tienen una función antropológica clara: ordenan la experiencia humana ante lo desconocido. Nos dan un marco, una estructura simbólica que suaviza la incertidumbre. Pero también pueden confrontarnos con la realidad de que nada es igual que antes, aunque procuremos a toda costa que así sea. Ahí aparece la nostalgia: un puente emocional entre lo que fuimos y lo que somos. Esta no es solo un recuerdo bonito; es una señal de que nuestra identidad ha cambiado y estamos en un momento de reorganización psíquica.
En términos sociológicos, la Navidad también pone en evidencia cómo se modifican las dinámicas familiares. A veces las que cambian no son las personas, sino las configuraciones: hijos que crecen, padres que envejecen, parejas que se formaron o se separaron, roles que se alteraron y nuevas obligaciones. Todos estos movimientos activan la percepción de impermanencia.
La Navidad suele asociarse a imágenes de unión, alegría y abundancia. Sin embargo, no todas las personas viven estas fechas de esa manera. La cultura impone un mandato emocional: “Tenés que estar feliz, sentir espíritu navideño, compartir en familia”. Y cuando eso no sucede, aparecen la culpa, la frustración o la sensación de encontrarse “fuera de lugar”. La impermanencia se cuela por estas grietas emocionales: aquello que antes nos daba placer, hoy nos resulta distante; lo que antes era motivo de celebración, hoy se siente vacío; personas que antes eran parte importante de nuestra vida, hoy no están; vínculos que creíamos inquebrantables se desgastaron o transformaron. Esta ambivalencia es completamente normal, pero pocas veces se habla de ella.
Aceptar que todo cambia no es un acto resignado: es una postura activa de apertura. Implica dejar de aferrarse a ideales rígidos y empezar a mirar la vida con mayor flexibilidad emocional. La Navidad, con su potencia simbólica, puede ser un espacio para trabajar esa aceptación sin que nos cause ansiedad o vértigo la sensación de transformaciones e imprevistos.
REVISAR EXPECTATIVAS HEREDADAS PARA CAMBIAR
Muchos mandatos navideños no son propios; son sociales, familiares o culturales. Preguntarnos qué deseamos realmente para esta Navidad puede liberarnos de cargas innecesarias. La impermanencia invita a inventar nuevas formas de celebrar: cenas más íntimas, actos de gratitud, espacios de diálogo familiar, despedidas de lo que ya no funciona, celebraciones minimalistas, gestos altruistas. Lo importante es que el ritual tenga sentido para quien lo realiza.
Nombrar a quien ya no está, recordarlo, incluirlo simbólicamente o mantener un gesto en su honor ayuda a transitar el duelo desde un lugar sano. No todo lo que imaginamos al iniciar el año se cumplió, y está bien. La autocompasión moderada es una herramienta poderosa para reducir la autoexigencia y conectar con un presente más amable.
Cuando entendemos que la vida es cambio, podemos soltar lo que pesa y abrazar lo que llega. La impermanencia no es enemiga de la estabilidad, es una invitación a redefinirla. La Navidad no es solo un festejo, es un umbral, un tiempo intermedio entre lo que dejamos atrás y lo que aún no conocemos. Es una oportunidad para observarnos, revisar vínculos, sanar, agradecer y reinventarnos. La impermanencia no nos quita nada: nos recuerda que vivimos en movimiento, que nada está definitivamente cerrado, que siempre se puede transformar, reparar o iniciar un camino nuevo.
Este diciembre, en vez de exigirnos cumplir con una imagen perfecta de felicidad, podemos permitirnos vivir la Navidad desde un lugar más auténtico, menos idealizado. Dejar que la impermanencia hable puede ser, paradójicamente, la manera más profunda de encontrar estabilidad interior, y regalar y regalarnos un tiempo de paz y reconciliación con lo que esperamos y con lo que realmente es. ¡Felices fiestas!

